jueves, 25 de junio de 2009

Los Ángeles, 26 de junio de 2009

He vuelto a recordar que nunca estuve en México. Esa idea, que regresa en medio del descanso de la alienación laboral, coloca en las alturas el deseo de cultivar guayaba y maracuyá, y sobre todo, de no hacer lo que tantos hacen, Francisco, el deseo de no medirse de esa manera, de no compararse de esa manera, de hallar un sistema métrico apoyado en ser o no ser, y anular por completo el complemento directo de ese verbo. Los toldos de los balcones de enfrente se agitan con ese ruido de vela de barco inmenso y esa sombra de espalda de dragón, y la vida palpita en otra dirección mientras escucho los motores de esos coches que creen estar yendo hacia alguna parte. Y el trabajo… Lo dijo Guy Debord: “No trabajéis nunca”. Aparentemente soy una priviliegiada: podría entregarle mi vida a la prosa, escapar de la oficina y de los jefes y subordinados. Bastaría con un poco de esfuerzo, con un poco de fuerza constante y ellos ya no existirían más que en las dedicatorias de mis libros. Podría no verles más, no hablar con ellos nunca más salvo en una caseta de la Feria del Libro. Pero Madrid desaparece. Madrid desaparece y ellos se quedan, con sus ruidos, sus comentarios audibles pese a todo, pero opiniones que me importan menos que absolutamente nada, y encima no se puede uno ni tomar una caña en una terraza (¿recuerdas? La Latina se vuelve en verano una película en la que se cambia de plano al ritmo del pestañeo) porque están en todas partes y nos miran preguntándose entre ellos “¿para qué diablos sirven, esos poetas?”
Ya hace mucho calor. La humedad, mucho menor que en Lima. Me pregunto por dónde andas. Te escribo y te escribo, pero nada. Hace meses. Progresivamente, las cartas serán más infrecuentes y más breves, hasta que te ese día en que recibas una postal llegue y me culpes llamándome fría, desconsiderada, mala mujer, porque sabrás de sobra que lo he hecho para fastidiarte. “Ojalá estuvieras aquí”, escribiré en la postal, y una firma, firme, sin pena ni melancolía alguna. Pero nunca te habré convertido en uno de ellos, por mucho que afile el saludo antes de recibirte en la mansión de Los Ángeles que me compré tras ese libro sobre un crimen en el seno de una cofradía sufí que se convirtió en best-seller.
-¿Y México?- preguntarás.
-Oh, querido –te diré chupando la aceituna de mi Martini-, México es un lugar tan peligroso…
Yo no quiero trabajar nunca. No quiero tampoco explicar ni que me pregunten qué tal; en realidad quiero menos que nada. Se pasó la época del escándalo constante y llegó la de hacer el menor ruido posible. Hoy se ha muerto Michael Jackson. Yo estaba (qué raro…) birra en mano mientras Michael Jackson se moría, qué poco respeto. Se murió sin hacer ruido: ya nadie muere de sobredosis de morfina; ya nadie se arroja por la ventana. Le dio un infarto. Un paro cardíaco. Así no se mueren las estrellas del pop. México es un lugar tan peligroso… Al menos nosotros moriremos en medio de un tiroteo en Ciudad Juárez. Y como quiero morir en México, me tengo que ir pronto por si a acaso. Bajo las balas te agarraré de la mano, llena de sangre, y te pediré que si alguno de los dos sale vivo de ésta lo relate ante todos los medios de comunicación, y que vayamos a ver a nuestras madre y les digamos “murió como un héroe, no suplicó clemencia hasta el final, pero pudo salvarle la vida a un niño”. Seremos portada de diarios de nuestros países sólo por ser de ese país, y en esa plaza pondrán un monumento con el nombre de todos los fallecidos, entre los que estará uno de nosotros. Te agarraré la mano ensangrentada.
Y entonces me recordarás que finalmente nunca fui a México.
Inés Plasencia Camps.

sábado, 6 de junio de 2009

Madrid, 6 de junio de 2009
Hoy me han pasado por la cabeza tantas cosas sin poder evitarlo que estoy algo más cansada de lo habitual. Me desperté una hora antes de que el despertador sonara, creo que a causa de la intensidad de la luz, con esa idea: poco más. La habitación estaba limpia y el pecho era de nuevo algo insignificante, pero todavía lo recordaba, recordaba que no quería la hora que me quedaba porque me sentía bien, algo más liviana, ligeramente mayor, sin deseos por hoy. Por lo general no me gusta escribir con esa sensación en el cuerpo. He dejado pasar el día a ver si se me pasaba, y he atravesado casi todos los estados de ánimo que conozco, incluso me he dejado llevar por la ira y, como no tenía motivos, me he inventado algo no demasiado desagradable pero suficiente.
He recibido un libro que escribió mi tío Pepe. El preludio me ha parecido como hablar con él, que es una de las cosas que ya no puedo hacer. Ha sido triste y bonito. Por la tarde he ido a la Feria del Libro y uno de mis escritores favoritos (el que me dijo “o se escribe o se vive” en una de sus novelas) me ha firmado un ejemplar de su última obra, y me ha parecido tan amable que se me ha ocurrido que era el ser más feliz de la Tierra, y que la inteligencia sólo debía encaminarnos a esa ligereza y no a la sequedad ni al maltrato. Me ha dicho que mi voz era muy bonita, que las voces suelen pasar desapercibidas pero que en el fondo son muy influyentes, y que el protagonista de su nuevo libro adoraba la voz de su amante. Me he marchado contenta. Uno siempre cree que le recordarán.
Inés Plasencia Camps

martes, 2 de junio de 2009

DECÁLOGO DEL BUEN VERANO

1. Tenemos derecho a volvernos locos. No obstante, se recomienda que no sea de forma permanente.
2. No importa si las cosas salen mejor o peor: de todas formas, el resultado será trágico.
3. Intente ser feliz en todo momento. Puede que sea la última vez.
4. Hay que beber agua en grandes cantidades. Aquí no hay sequía.
5. Las casualidades no existen. Estoy segura de que lo tenían planeado.
6. Si se agobia pensando que el verano es un vacío existencial de tres meses, no es cierto. En nuestro país, ese vacío dura una media de ochenta años.
7. No intente adelgazar: usted es así.
8. Llame a su familia con frecuencia; no deseche la posibilidad de que dejen de hablarle.
9. Camine mucho. Con este calor, puede acortar sensiblemente la duración del vacío.
10. Y sobre todo: disfrute aunque sea porque no tiene nada mejor que hacer.

Inés Plasencia Camps

miércoles, 6 de mayo de 2009

Madrid, 6 de mayo de 2009
Eliminados el sueño, el hambre, el frío y el lunes, poco más que el ruido de la cafetería de la facultad, Francisco, me ha podido separar de lo que trajo el Día de la República, acercando el paso lento, rítmico, maltratado de la distancia al careo violento de dos días consecutivos del que, como tú, siempre está lejos o en definitiva fuera, ya sabes. Hay una manera de vivir que consiste en eso, y es infalible, pero prefiero tapiar la mirada e ignorarla fríamente, y bendita frialdad, me dijiste, apoyado en lo que quedaba de bar, bendita lejanía. Y luego el aula. Pasar al aula. Escuchar el aula. El sonido, te dije, es el gran ignorado, será porque todo el mundo sabe hacerlo, contestaste, pero callarse no, callarse no saben, continúas, y estás de nuevo en los límites al decir que si lo hicieran recuperarías las ideas que tenías antes de conocerles a ellos. Pero no fui yo quien te dijo que aquello tenía remedio, me entendiste mal. Cerraste lo que le quedaba al bar para cerrar y te dirigiste a mí haciendo eses con el cuerpo y con la boca, pero después me recuerdas: te recuerdo que hubo un día, me dijiste, en que el sueño, el frío, el hambre y el lunes eran nuestros. Te ofende gravemente mi carcajada: Francisco, te increpo, siguen siendo nuestros.
He pasado de la facultad a la parada de autobús, directa a casa, y de camino he atravesado la plaza de España porque tenía ganas de ver el palacio. Después fui a trabajar, como Kafka se fue a la piscina. He atravesado entonces la plaza Mayor y bajado toda la calle Huertas con prisas para no perder la costumbre, pensando en la mañana siguiente. Sin embargo, me atrevo a decirte que nuestro tiempo es nuestro, dirás. Yo soy positiva en ese aspecto: vi el palacio cuando me apetecía y puede que te parezca simple, pero era mío, profundamente mío ese recorrido que sólo interrumpía el vacío de mi estómago (eran casi las dos de la tarde), que por cierto también eran de mi propiedad, mi estómago y el hambre. Abandono paulatinamente el humor, que sólo viene de forma violenta, lo recuperarás, me dijiste aturdido ante la estación de metro cerrada, tan necesaria ahora que no veo tu edificio desde mi balcón, ahora que vives en ese abismo titulado Diego de León en el que no hay bares simpáticos como tú los llamarías de nuevo en nuestra etílica sinestesia constante. Pero en definitiva, si no se abandona el humor en algún momento, ¿tiene tanto sentido reírse después?
El humor es lo primero que elimino cuando conozco a alguien, y lo último que olvido una vez lo he mostrado. Sí. Cuando esto ha ocurrido queda poco que hacer: no pienso hablar en serio nunca más salvo por escrito. Si usted quiere comentar la actualidad, por favor (súplica) escríbame una misiva de las de antes (por mail, hablar de política es spam) o agarre una de las servilletas del restaurante y pida audiencia (que será igualmente por escrito, así que habrá poco audible). Ahora bien, para sentarse y reírse será usted bienvenido siempre y cuando no sea de mí ni de nada que no pueda solucionarse con lecturas o dietas hipocalóricas, vaya, que queda prohibido todo comentario sardónico en torno a mi barriga y en torno a mi ignorancia sobre algún tema, pues no le quepa duda de que intentaré solucionarla pronto si el asunto me interesa. Francisco, el humor es mejor regalo que la inteligencia. Lo digo sin ninguna duda. Porque de la inteligencia hay que reírse. La gente inteligente tiende a pensar que sólo es inteligente y que con eso basta, con lo que la inteligencia se convierte en un anicónico ídolo religioso deseoso de ser quemado, y no se preocupa de ser otras cosas, o mejor, no se permite serlas: no se puede ser contradictorio (porque eres inteligente), no se permite ser vanidoso (porque tú eres distinto), no se permite ser perezoso (porque estás destinado a algo importante), no se puede ser superficial (porque tú has venido a explorar los rincones del alma humana: zzzzz) ni se puede uno preocupar por la opinión de los demás. ¡Pero bueno, habrase visto! ¡Es un tostón! No se puede ser envidioso (¡y a mi me apasiona serlo!), ni mentiroso (ese alarde de imaginación…), ni hipócrita (¿qué necesidad hay de ser uno mismo todo el tiempo?), ni feminista ni machista (¿y entonces qué?), no se puede hacer nada que no sea de listos (…preparados… ¡ya!) y están absolutamente prohibidas las lecturas llamadas “ligeras”. En definitiva, Francisco, yo puedo ser muy sensible al gris de los mármoles del palacio real, pero la verdad, esto es tremendamente aburrido.

sábado, 4 de abril de 2009

En un lugar de la Mancha, 3 de abril de 2009
Querido Francisco,
Tras sólo veinte páginas del Tractatus Logico-Philosophicus ya cuestiono todo lo dicho en nuestras cartas anteriores. Y eso sin haber entendido nada; imagino que cuando lo entienda las borraré, o las quemaré, o mejor, las venderé (debe de haber algún coleccionista buscando documentos de juventud de grandes artistas, consciente de que son mucho más baratos cuando aún no son grandes y aún más cuando todavía no son artistas, algo parecido a invertir, hace no tantos años, en energía solar) y te daré una parte del dinero para ayudarte a dejar de trabajar. No trabajarás nunca más, y pasarás a engrosar una lista que es cada vez más larga (ya somos tres): los inútiles. Pero hoy no voy a hablarte de la inutilidad.
Wittgenstein. Bertrand Russell escribió la Introducción del Tratado, consiguiendo superar al autor, según mi opinión, en complejidad. Se supone que hay intocables (y estoy a favor, ha de haberlos por si acaso fallan los demás), pero cuando yo era joven la introducción arrojaba luz sobre un libro, y no al revés. Me recuerda a esos envidiosos autores que escriben un prólogo al libro de otro escritor para, y cito textualmente a una de estas alimañas, “que se entienda tras leer el libro”, intentando usurpar (siempre inútilmente, cosa que yo debería defender si no fuera porque no es lo mismo ser inútil que hacer algo en vano) el lugar que ese supuesto amigo suyo (pues así hablará el prologuista de él, con una inusitada confianza, en cualquier “cóctel” de la zona alta de la ciudad) se merece por el paso, hacia adelante o hacia atrás, que es un libro en la historia (la historia de qué, me dirás, pues nada, la historia de nada, supongo que la de la historia.)
Lo que te quiero decir es que no debemos prologar los libros del otro, pero estaría bien inventarnos sendos “alter-egos” que sí pudieran hacerlo para evitar conflictos entre nosotros. Si se acaban odiando podemos publicar artículos (y eso ya es un chiste porque a mí no me publican nunca nada y puede que nunca lo hagan) contra el otro: los prologuistas del poeta Francisco Jurado Chueca y la inútil valenciana Inés Plasencia Camps no se llevan bien. Quizá sea el comienzo de una Historia del Prólogo, ya me entiendes, no como su nacimiento sino como el nacimiento de la visión historicista del asunto.
Y consiguieron que nunca nadie hablara de sus libros y se convirtieron, gracias a sus “alter-egos”, en malditos poetas asalariados, mientras sus identidades inventadas alcanzaban la fama.
Evidentemente ya no estoy hablando de Wittgenstein y Russell, y contra esta frase estaría el primero radicalmente. Pero yo no necesito su apoyo, afortunadamente, aunque sí su ayuda, ahora que la Historia del Arte empieza a ser sólo una nueva frustración, como una laguna de aguas profundas ennegrecidas por un fondo inexplorado, porque ahora que el arte, o mejor, que la imagen no me basta para entenderlo todo al bajar a la calle, necesito algo más, y creo que ese algo más es la palabra.
Un ejemplo es que Mies van der Rohe tiene fama de poco hablador. Pues bien, te envío una fotografía de unos de sus edificios para que veas lo que intento decirte. Aunque bueno, si un puñado de nazis hubiera interrumpido una clase mía y me hubieran metido, junto a compañeros y alumnos, en un camión de ganado, yo tampoco tendría ya mucho más que decir.
Inés Plasencia Camps.

viernes, 6 de marzo de 2009

Madrid, 6 de marzo de 2009
Francisco, al profesor repetitivo se ha unido el profesor anecdótico. Le gustan, por ejemplo, las muertes de los arquitectos y teóricos de la arquitectura: con todo lujo de detalles cuenta cómo perdieron la vida sus referentes esenciales (llevo ya tres atropellados contabilizados). También le gustan las infidelidades de las clases altas porque dice que la presencia frecuente de la querida del comitente en la nueva casa condicionaba el número de habitaciones y su disposición, pero lo mejor: le encantan los cuentos. Hoy nos ha contado uno que trata de un hombre que se despierta en mitad del desierto y, tras encontrar un tren vacío en lo que él creía un oasis, llega a una inmensa ciudad vacía donde es el único ser vivo, rodeado de máquinas y altos edificios, llamada Mecanópolis, nombre a todas luces inocente que le puso el aún decimonónico autor, seriamente confrontado con la sociedad mecanizada que interrumpió su vida. No nos ha dicho cómo murió el escritor, pero sí que Unamuno le arrebató no recuerdo qué Cátedra, cosa que le dejó traumatizado y que le hizo presentarse a una oposición para un puesto de auxiliar en alguna Embajada. Yo no recuerdo su nombre, pero era parecido a la palabra cuchillo en catalán, a ver si tú lo averiguas. El profesor se llama Delfín.
Una hora antes de conocer el fatal destino laboral del señor Cuchillo descubrí que me interesa la organización del clero en la Edad Moderna, creo que porque el estamento eclesiástico es un catálogo de enfermedades producidas por la sangre envenenada, que a mí particularmente me encanta: eso sí es riqueza de espíritu. Luis XIV escribió en una carta que el obispo de una ciudad “debía al menos creer en Dios” para alcanzar dicho cargo.
Estoy absolutísticamente de acuerdo.
P.D.: ¿Qué tal en tu nueva casa? La luz del ático de tu antiguo edificio parece distinta, y en esa horrible plaza cercana hay más mala sangre que nunca, que ya es decir teniendo en cuenta que justo enfrente hay y siempre ha habido un Corte Inglés.
Inés Plasencia Camps

sábado, 7 de febrero de 2009

Madrid, 7 de febrero de 2009

Querida Inés, creo que después de muchos tiempo, no recuerdo si fue en mi niñez o sin funda alguna o con alguna funda, un sábado por la mañana, bastante descansado, me he dedicado tan entero a leer algo en lo que estoy completamente de acuerdo y exactamente acongojado por no haber estado ese domingo en dicho momento. Sí, lo sé, la distancia, los amigos, la temida agenda que nos separa.
Pero en fin, por ello tal vez no quiero que esta mía y mínima nota desvíe tu última entrada. Quiero que esta nota vaya subrayada a un lado, la tuya al frente y permanezca así solo por un momento. No te digo días ni horas, solo más tiempo.
Y aprovecho para solicitarte algo. Estoy algo harto, más cansado, de nuestra obligada y arcaica manera (arcaica no es la palabra, pero no se me ocurre una para definir el 'tiempo' a que nos sometemos impávidos) de pasar nuestros días (tampoco estoy de acuerdo con la palabra días), pero en fin, lo que quiero decirte es que siento que la gran muralla que nos deja fuera de encuentro, la gran distancia, es reacción directa del calendario al que nuestra mente se ha fundido: días de 24 horas, semana de 7 días, etc., etc. Estamos sometidos a andar de determinada manera a las 7 de la tarde cuando tenemos 15 años y de otra cuando son ya 24. ¿A la 1 de la tarde de un domingo de invierno cuál o de quién es tu funda? Gracias, Inés. Gracias, Clara.
Bueno, en fin, estoy dándole vueltas a ello, pero aprovechando la identidad de las funas, quería proponerte hallar sin vacilación la manera de desfundarnos de un reloj de 24 horas. ¿Qué te parece, Inés? ¿Me he explicado bien?
Y sí, Clara, Clara, mi cuarta amante, aunque Madrid hoy no se incline tanto y yo me incline más a repetir ese día (¿existe otra manera de ‘resaltar’ nuestros queridos recuerdos sin recurrir a la palabra día?).

Francisco Jurado Chueca